sábado, 28 de enero de 2017

Corrupción, pureza y doble moral

Es políticamente correcto entre las buenas personas ser “amante de la pureza”. Criticar a los que muestran o se les descubre algún defecto, por mínimo que sea. Estas buenas gentes no soportan a los que no piensan como ellos. Como mucho toleran a sus consuegros, a sus cuñados, y a sus compañeros de trabajo… pero a los políticos impuros, ni en pintura. Porque piensan que todos los políticos están corruptos, que la clase política no puede ni quiere reeducarse, que no tienen remedio y que por tanto hay que acabar con todo eso sin tardanza. De ahí las prisas por acabar con lo que consideran viejo y dañino, y empezar con lo nuevo, que ven puro y ejemplar.
Pienso que todas las posiciones extremas, sobre todo si son viscerales, se alejan de la razón y de la prudencia necesaria para la convivencia. Cuando alguien presuntamente ha caído en la corrupción, o en la falta que sea, en lugar de lanzarlo inmediatamente a las tinieblas exteriores, sería fantástico poder hablar con el “sospechoso”, pedirle explicaciones y valorar si existen sospechas serias y fundadas de corrupción o si, por el contrario, es un asunto defendible e incluso disculpable. Nuestra sociedad, es histriónicamente puritana, y tiene mucha prisa en castigar al culpable —aunque esto no garantice que en el futuro vayamos a tratar de hacerlo mejor— siempre que no sea uno mismo o no sea “de los nuestros”. 
La paradoja es que nuestra sociedad que tiene tanta prisa por castigar a los malos —siempre los demás— sea tan dada al relativismo: “too er mundo e güeno”, cada uno piense como quiera, quién soy yo para ponerme a dar consejos a los demás. 
Realmente, ¿nos interesa tanto la “pureza” o somos unos envidiosos empedernidos?
Las gentes de bien solemos hacernos este razonamiento: como todo el mundo es corrupto, no pasa nada si yo también robo lo que pueda; total ¿qué puedo robar yo?, al fin y al cabo, también en esto hay desigualdad de oportunidades. 
Que tengamos prisa por castigar a los malos no nos hace mejores personas, aunque, eso sí, nos vamos a dormir más tranquilos: yo ya he hecho lo que tenía que hacer. Bueno, no he hecho lo que tenía que hacer, pero he dicho que “eso no me gusta”. Esta es nuestra excusa: nadie puede echarme en cara que yo no haya protestado. Y ya está. Nos sumamos a los “Me gusta” o “Enfadado” en las redes sociales, despotricamos y hacemos leña del árbol caído. No tardamos ni un minuto desde encumbrar a despreciar a la misma persona y nadie se rasga las vestiduras cuando alguien dice: “esto ya lo sabía desde hace mucho tiempo”. Nadie le responde: si dices la verdad eres tan culpable como el corrupto o transgresor, por no haberlo denunciado y publicado inmediatamente, en cuando lo supiste. ¿Porqué callasteis todos? ¿Porqué esperasteis a denunciarlo? ¿A quien benefició vuestro silencio y vuestra oportuna denuncia?
En la Roma antigua, los carros cargados a tope cruzaban el puente durante la ceremonia de inauguración, mientras los ingenieros y constructores aguardaban debajo de la obra que habían diseñado y construido. ¿Podríamos aplicar este principio a la remuneración de los banqueros de inversión y a tantos otros que eluden su responsabilidad profesional en nuestro tiempo?
Parece que la vieja teoría de la responsabilidad —uno es responsable de las acciones que lleva a cabo (o que no lleva a cabo, porque la omisión de algo debido también lleva consigo una responsabilidad)—, y de sus consecuencias ha pasado a mejor vida. Los responsables de la toma de decisiones privadas y peor aún públicas, se descargan de su responsabilidad argumentando que muchas de las consecuencias no son previsibles, que ocurrirán en el largo plazo, que dependerán de otras muchas cosas… Pero para eso tenemos el sentido común: yo soy responsable de las consecuencias razonablemente previsibles de mis acciones. Y esto vale para todos: para los empresarios, directivos, empleados y trabajadores, para los expertos (que son responsables de las tonterías que dicen en nombre de su supuesta expertise), para los políticos, para los maestros, los padres y madres de familia, para…
Responsabilidad es palabra que invoca, primera y principalmente, á la ética, a la ley y a la reacción de la sociedad. Seguro que hacen falta mas y mejores leyes, más controles, más penalizaciones… 
Algunos dirán que con eso no se solucionará el problema porque la gente nos movemos por motivaciones extrínsecas, o sea, premios y castigos. A primera vista parece que si ser corrupto fuera demasiado costoso, la gente dejaría de serlo, por lo que bastaría con intensificar los controles y los castigos. Creo que esta medida no serviría porque si las penas fueran grandes, los beneficios de un buen pelotazo corrupto serían también mucho más grandes. Además, los premios y los castigos son caros para la sociedad; desaniman a los que tratan de hacer las cosas bien (se enfrentan a obstáculos importantes y, si hacen algo mal, se les puede caer el pelo)… Y hecha la ley, hecha la trampa. Bien por la ley, pero no basta.
Los idealistas pensarán en que la única solución sería poder implantar en los cerebros de todos una mayor valoración de los comportamientos éticos. 
Me temo que soñar con “más ética” tampoco sirve, porque da por supuesto que si la gente “sabe” lo que hay que hacer porque “eso es lo que hay que hacer”, lo hará. La experiencia nos dice que la gente no funciona así. 
A menudo no nos damos cuenta de que hay un problema moral hasta que personalmente nos encontramos metidos en él; y entonces, no sabemos diagnosticarlo, no sabemos encontrar soluciones y no tenemos la fuerza de voluntad para ponerlas en práctica. Si faltan virtudes, la ética se queda en buenas palabras, en lamentaciones estériles o en amenazas que nadie cree. 
Las personas de buena fe solemos terminar las conversaciones quejándonos de que la vida está muy difícil, de que vivimos en una sociedad corrupta, de que “todos lo hacen” menos yo que, de tan bueno que soy, me toman por tonto… y nos paralizamos y no hacemos nada, primero con mala conciencia, pero cada uno buscamos siempre la forma de tranquilizarla.
En España, desde hace muchas décadas, estamos acostumbrados a la mediocridad y está muy bien implantada la corrupción; y por ello es extremadamente difícil erradicarla. Aún así se podrían hacer algunas cosas para intentar aminorarla. Aún siendo difícil, lo que más fácilmente podemos cambiar es a nosotros mismos. Nuestro principal ámbito de actuación es nuestra casa-familia, vecindario, trabajo, etc.. Aún así me permito sugerir a los políticos que empiecen por incorporar a sus programas medidas como estas:
1.- Eliminar los incentivos para corromper y corromperse, porque cuando las reglas del juego no están claras, se crea el caldo de cultivo para que haya corrupción. Cuando los gobiernos se perpetúan en el poder o los funcionarios tienen demasiado poder para decidir, establecen procedimientos demasiado complicados, ambiguos o hechos a medida… Hay que intentar evitar las tentaciones a los empresarios, políticos y funcionarios.
2.- Establecer premios y castigos y dotar a la administración de justicia de jueces y fiscales independientes capacitados y con los medios adecuados para efectuar los controles e inspecciones de arriba abajo pertinentes. Puede que haya que invertir recursos en ello, pero desanimarían a algunos “grandes corruptos y corruptores” a caer en conductas intolerables. Puede que fuera algo injusto que por pagar unos miles de euros a un político le cayeran 10 años de cárcel a un corruptor, pero, por lo menos, esto le llevaría a pensárselo dos veces. Al político corrupto no hace falta cortarle la cabeza como en algunos países asiáticos, pero también habría que desanimarle de verdad.
3.- Solucionar el difícil problema de la financiación de los partidos políticos. Muchos casos en España tienen que ver con la aparición de pagos impropios para financiar a los partidos, a los políticos y a funcionarios de los partidos que ven pasar tantos millones de euros por encima de su mesa, que la tentación de apropiarse de algunos es fuerte.
4.- Más ética. Sé que no es “la solución”, pero no hay solución sin mejorar la ética. Hay que hacer lo necesario para estimular las motivaciones intrínsecas, y aun mas las trascendentes. Hay que dedicar más tiempo y esfuerzo para hacer llegar a las conciencias de todos, empezando por los jóvenes desde las familias y escuelas, el valor del trabajo honrado y bien hecho. Y sobre todo entender el honor que representa servir a la colectividad y la satisfacción personal que conlleva para el que elige este camino. 
5.- Profesionalidad: un buen político, un funcionario profesionalmente correcto, un directivo de empresa que merezca ese nombre, no pide extorsiones ni ofrece sobornos. Dar ejemplo, comunicar, participar y reforzar lo positivo. Los colegios profesionales deberían dar ejemplo y ser implacables con aquellos de sus miembros que caen en esta práctica. Ante los vicios y debilidades humanas se deben levantar grandes instituciones con el “crédito y respetabilidad” suficientes para contrarrestarlas. Denunciar a los mediocres y a las personas que faltan a la verdad, y separarlos de los cargos para los que, tal vez erróneamente fueron elegidos en su día, debería ser habitual en una sociedad que se precie, sin esperar a que sean otros los que destapen nuestras vergüenzas. 
6.- Mejorar la moral social, enseñando a la gente que las conductas inmorales —todas ellas— deben ser rechazadas para erradicarlas. Es cierto que el corrupto-ladrón y los que practican actividades amorales socialmente ganan mucho con ellas, pero el daño que se hacen a sí mismos, a los de su entorno y a todos los ciudadanos es muy grande. Este es un argumento moral, no económico, social o político.
7.- Transparencia. Transparencia en la empresa, en el mercado y en la Administración Pública: Publicar todo. Hay cosas que no se deben publicar, pero entre ellas no están las que van contra la ley, la moral o las buenas costumbres. 
La vida en nuestro planeta está marcada por la permanente lucha entre el bien y el mal. Ese enemigo está a nuestro alrededor, pero también dentro de nosotros. A sabiendas que nunca vamos a erradicar el mal, no tenemos excusa para no luchar personalmente y todos los días contra él. Para ayudarnos existe el poder judicial, la policía, las fuerzas armadas, incluso la “Iglesia” intentando contener a Satán. Seguramente no lo venceremos nunca, pero luchar permanentemente nos dignifica como seres humanos. 
©JuanJAS