miércoles, 26 de octubre de 2011

ECONOMIA-3

El sistema de tipos de cambio flexibles ha perdurado, con algunas variantes, hasta el día de hoy. En algunos países se liberalizaron los cambios de divisas para transacciones de cuenta corriente y posterior­mente para transacciones de capital. Se liberalizaron el comercio exte­rior de bienes y servicios, que son cada vez más importantes en la cuenta corriente y posteriormente para transacciones de capital. Co­menzó la privatización de empresas públicas y, en general, se fue ex­tendiendo la ideología y la práctica de la liberalización en todos los campos de la actividad económica. Figuras políticas como la señora Thatcher y el presidente Reagan contribuyeron a favorecer las refor­mas políticas y económicas mencionadas. Al conjunto de esta ideolo­gía se lo denominó «neoliberalismo». Además, estos procesos de libe­ralización estuvieron acompañados, durante los años setenta y ochenta, de mucha volatilidad en las monedas, aumentos de la inflación, problemas para pagar la deuda externa, ineficiencia y crisis, que sólo sir­vieron para acelerar el ritmo de las transformaciones.
Todos estos cambios en el funcionamiento de la economía fueron facilitados por el desarrollo de las comunicaciones, el surgimiento y el florecimiento de la computación y el manejo electrónico de datos —la informática. El desarrollo de la aviación comercial y de transporte, con la incorporación de grandes aviones a reacción, hizo más asequibles los costes de los viajes internacionales. Los continentes parecieron estar más cerca que nunca los unos de los otros, debido a que se podía dar la vuelta al mundo en sólo veinticuatro horas de vuelo. El desarrollo de la telefonía por medio del uso de satélites también abarató mucho las comunicaciones telefónicas y por fax. El progreso tecnológico en el campo del transporte y las comunicaciones culminó, finalmente, con el desarrollo de internet.
La informática en concreto fue una de las principales raíces de la segunda globalización. La aparición y difusión de los ordenadores personales provocaron cambios revolucionarios en varias direcciones: des­ de facilitar el cálculo y la simulación de modelos matemáticos comple­jos hasta acumular, ordenar y recuperar fácilmente y en poco tiempo datos en grandes cantidades a un precio muy bajo; dar rigor y exacti­tud a la administración de empresas privadas e instituciones públicas, etc. En la esfera de las relaciones económicas la computación hizo po­sible los movimientos de capitales, en grandes cantidades y a la veloci­dad de la luz, entre mercados conectados por medio de ordenadores.
En los últimos años del siglo XX la puesta en marcha de internet, un sistema de comunicación fácil y barato por medio de redes informáticas, revolucionó las comunicaciones, las diversiones, la banca, el comercio y hasta la política.
El siglo XX estuvo lleno de grandes esperanzas y grandes desilusiones. En sus inicios, fue la época dorada de la industrialización, de la expansión comercial, de la globalización, de los incrementos de productividad. Al final del mismo, estos conceptos y otros como «internet» o «crisis financieras», adquirieron una dimensión inimaginable.
Los límites de lo que se denominó «segunda globalización» podrían muy bien estar delimitados por dos derrumbamientos: el del muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) y el de las Torres Gemelas (11 de septiembre de 2001).

La caída del muro de Berlín en 1989 como símbolo del colapso del sistema comunista soviético tuvo una gran trascendencia en los últimos años del siglo XX. La casi súbita desaparición de este sistema culminó la revolución ideológica, de manera que ya algunos procla­maron «el fin de la historia»; es decir, el fin de las confrontaciones
ideológicas en torno a la economía. ¡En apariencia el liberalismo ha­bía triunfado para siempre! A su vez, este suceso añadía nuevos países a la economía de mercado que, a excepción de Vietnam, Corea del Norte y Cuba, se convirtió en la forma dominante y casi única de organizar la economía en todo el mundo. Y en los pocos países comu­nistas que quedaron, las reformas hacia la economía de mercado fue­ron ganando terreno. China, por ejemplo, ya forma parte de la Orga­nización Mundial de Comercio (OMC), algo impensable sólo unos lustros atrás.

Esta segunda globalización llevó aparejada una creciente integra­ción de los mercados de capitales a escala global y un apalancamiento de su volumen, lo que provocaría la escritura de un nuevo guión para las tradicionales crisis de vulnerabilidad de las economías con déficits exteriores en sus balanzas por cuenta corriente. Durante las décadas de los ochenta y los noventa, las economías latinoamericanas registra­ron importantes crisis cambiarias (currency crises) provocadas por la mala gestión de su política económica (crisis de primera generación).
El denominado «efecto tequila» de la economía mexicana en 1994­ 1995 constituyó el ejemplo paradigmático.
La crisis asiática, que estalló en 1997 en los mercados cambiarios y bursátiles, reveló la importancia de los sistemas bancarios domésti­cos y su conexión a través de canales globales. Asimismo se puso de manifiesto la importancia del apalancamiento y de la operativa en tiempo real al igual que los incentivos microeconómicos (crisis de ter­ cera generación). Los bruscos ajustes cambiarios, entre otros, del baht de Tailandia, del ringgit de Malasia, de la rupia de Indonesia y del won de Corea del Sur, y el hundimiento de sus mercados bursátiles, mos­traron que las nuevas crisis globales demandaban una nueva arquitec­tura financiera.
La globalización económica y financiera constituyó el elemento definidor del pórtico histórico que abría paso al siglo XXI. El 2001 fue un año trufado de acontecimientos relevantes para el desarrollo de esta historia. Se produjo la crisis del Nasdaq —también denominada «ex­plosión de la burbuja de internet»—, escándalos corporativos —como el caso Enron— y el ataque terrorista a las Torres Gemelas y al Pentá­gono el llamado «11-S». La Reserva Federal, con Alan Greenspan a la cabeza, decidió una drástica reducción del tipo de interés —la FED bajó en dos años el precio del dinero del 6,5 % al 1 %—, y esa decisión fue secundada por el Banco Central Europeo y el resto de las autorida­des monetarias del mundo con el objetivo de evitar una recesión. No obstante, ésta no se produjo. Al contrario: la actividad económica mundial inició un ciclo expansivo impulsado por las economías de Estados Unidos y los países emergentes asiáticos (China, India, etc.).
La política monetaria laxa y los bajos tipos de interés generaron un exceso de liquidez mundial que se trasladó, a través de los mecanismos de crédito, hacia los mercados bursátiles e inmobiliarios. Así, las economías domésticas estadounidenses pudieron acceder a los présta­mos inmobiliarios. La mayoría de los créditos eran convencionales (prime mortgages). Los bancos comerciales y otros agentes prestadores (mortagge brokers) vieron menguar su margen de intermediación fruto de la reducción de tipos, por lo que decidieron dar préstamos más arriesgados para cobrar más intereses, siguiendo la antigua ley finan­ciera de más riesgo igual a más rentabilidad.
Simultáneamente, la presión de la demanda de vivienda residen­cial impulsaba la continua revalorización del activo inmobiliario (home equity), y eso actuaba como garantía del apalancamiento en sucesivas renovaciones de la financiación hipotecaria. La fiesta parecía no tener fin. No obstante, la concesión de hipotecas reducía el caudal de las entidades financieras. ¿Cómo solventarlo?
En primer lugar, se acudió a bancos extranjeros para que prestaran el dinero. La creciente globalización e integración financiera permitía este tipo de flujos, impensables sólo unos años antes. En segundo tér­mino surgió la titulización (securization). El gente originador trans­mutaba los créditos hipotecarios —prime y subprime— en paquetes denominados MBS (Mortgage Backed Securities) u obligaciones garan­tizadas por hipotecas que vendía a terceros. Con ese producto financie­ro se conseguían dos cosas: mezclar los préstamos buenos con los malos y mejorar el ratio caja/créditos concedidos, por lo que se podía seguir operando bajo la misma lógica indefinidamente. ¿Pero quién compraba los MBS? Básicamente fondos (hedge funds) creados por los bancos. De esta forma, dado que los fondos no son sociedades, no tenían la obliga­ ción de consolidar sus balances con los del banco matriz.
¿Y de dónde obtenían el dinero los fondos? Básicamente mediante créditos de otros bancos o contratando los servicios de bancos de inversión para vender los MBS a fondos de inversión, sociedades de capital riesgo, financieras, sociedades patrimoniales, fondos de pensiones.
El aumento de la actividad económica en Estados Unidos durante el año 2003 despertó la inflación a inicios de 2004. El consumo priva­do financiado con endeudamiento, las importaciones del resto del mundo y el gasto presupuestario presionaron la inflación todavía más. Poco después, en junio de 2004, la Reserva Federal iniciaría una política monetaria restrictiva con la que se pasaría de un tipo de interés oficial del 1% hasta, después de diecisiete aumentos consecutivos, la cota del 5,25 %. En la segunda mitad del año 2005, el nivel alcanzado por los tipos de interés en Estados Unidos provocó la primera caída de las ventas de viviendas y un número menor de nuevas promociones.
Esta ralentización de la actividad inmobiliaria residencial disipó la re­valorización continua de la vivienda, y con ella, «el final de la música y del baile» (en alusión al discurso de Chuck Prince, en esos tiempos CEO de Citigroup).

A esos hechos se les sumó el aumento en los impagos de hipotecas. Los préstamos hipotecarios subprime habían sido concedidos en buena parte a un tipo de interés variable (con los primeros años a tipo fijo en los contratos de amortización negativa). El vertiginoso aumento de la cuota hipotecaria empezó a provocar la falta de pago de alguna de las tres primeras cuotas mensuales (Early Payment Defaults, EDP). La re­ negociación del préstamo mediante operaciones de refinanciación con alargamiento del crédito devino imposible. La venta de la vivienda para una amortización anticipada del crédito también había desaparecido como alternativa viable, al desplomarse a principios de 2007 los precios de las viviendas norteamericanas. El resto —crisis financie­ras, crisis económicas, quiebras, planes de rescate, acusación de frau­de, etc.— ya es historia.

2.2. Ya partir de ahora ¿qué? .
Predecir el futuro ha sido, desde antaño, una tarea como mínimo com­pleja. Pretender que los economistas -con tan sólo doscientos cincuenta años de aprendizaje— superemos en estas lides a brujos y viden­tes no deja de ser, hoy por hoy, una utopía. Sin embargo, el Departamento de Economía de ESADE —inasequible al desaliento—realiza, desde el año 2005, un Informe Económico, en cuyo apartado de «Análisis y Previsión de la Coyuntura» se desgrana la situación econó­mica a tres niveles distintos —mundial, europeo y español—, incorporando ciertos escenarios de prospectiva. La incertidumbre sobre la recuperación mundial, la crisis griega y el paro son sólo tres de los grandes interrogantes que se plantean en estos momentos.

ECONOMIA -2

2. Entorno económico global, regional y doméstico
2.1. Una perspectiva histórica

Las raíces históricas, tanto en el orden global, como nacional, regional o local, ayudan a entender la evolución de la economía y de las organizaciones.
La perspectiva histórica que presentamos aquí empieza en 1870. En este año la globalización empezó a dar sus primeros pasos y el patrón oro (Gold Standard) comenzó a dominar la escena internacional. Éste era un sistema monetario internacional casi perfecto —al menos a la luz de las velas, puesto que las bombillas todavía no se conocían—, tanto que su encanto y reminiscencias todavía duran hoy en día; pero vayamos por partes.
Alrededor de 1870 se manifestaba en el mundo con toda claridad un fenómeno que se podría caracterizar como la primera mundialización o globalización de la economía. El capital británico primero y el norteamericano y europeo después se movían libremente por las na­ciones del mundo, que en su mayoría todavía eran colonias, creando nuevas oportunidades de empleo y riqueza e introduciendo nuevas tecnologías, como el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la navegación a vapor, la electricidad, las vacunas, por poner sólo unos cuantos ejemplos. El proceso llegó a tomar grandes dimensiones, de manera que el capital inglés invertido fuera de Inglaterra era un porcentaje de su Pro­ducto Interior Bruto (PIB) mucho mayor que la medida similar para Estados Unidos a principios del siglo XXI. Como resultado de esta expansión del capital se abrieron nuevos mercados, y muchos países recientemente independizados —los de América Latina, que apenas llevaban cincuenta años de independencia— se integraron en los cir­cuitos internacionales del comercio y de la inversión.
A finales del siglo XIX se describía la situación en términos parecidos a los que se utilizaban a finales del siglo XX. Se hablaba igualmente de la aldea global, de la revolución de las telecomunicaciones, de la mundialización, etc. Incluso, algunos antes, en el Manifiesto comunista (1848), ya se describía un mundo con un grado muy notable de integra­ción y podríamos decir de mundialización incipiente. Los marxistas no tenían ninguna duda de que la globalización se estaba produciendo y de que continuaría haciéndolo, en la medida en que el capital es por natu­raleza internacional y siempre está a la búsqueda de oportunidades de negocio, estén donde estén, ya sea en nuevas regiones geográficas como en nuevos sectores productivos o nuevas esferas de acción de la sociedad.
Desde 1870 hasta 1913 la economía de casi todos los países del mundo experimentó un gran crecimiento. El comercio internacional aumentó enormemente, una vez que, por medio del desarrollo de eco­nomías nacionales, los países más industrializados comenzaron a com­petir en terceros mercados. Durante todo este período de expansión del comercio y la inversión, las finanzas internacionales estaban orga­nizadas sobre la base del patrón oro. Éste era un sistema que implicaba fijar la paridad de la moneda nacional con respecto al oro, y mantener­ la fija por medio del libre comercio de oro a la paridad fijada, dentro de los puntos de entrada y salida de oro. Así rezaba, al menos, la teoría esbozada por David Hume —el filósofo empirista— en su mecanismo del flujo de la especie. Era, empleando terminología moderna, un sis­tema de tipos de cambio fijos, que permitía la movilidad del capital sin el riesgo que ocasionan las oscilaciones de los tipos de cambio entre países. El equilibrio internacional entre países con excedentes en la balanza de pagos (y la correspondiente acumulación de oro) y países con déficit (y pérdida de oro) se conseguía por cambios internos de deflación en el país con déficit e inflación en el país con superávit. El sistema funcionó bastante bien para los países más industrializados, gracias en gran medida a la cooperación entre bancos centrales y al li­derazgo del Banco de Inglaterra.
El período de los treinta o cuarenta años anteriores a la primera guerra mundial ha quedado para algunos historiadores y economistas como una época mítica de libertad, movilidad y progreso económicos. La «belle Époque», la llamaron los franceses. En décadas posteriores se trató de restablecer estas condiciones recordando sólo los éxitos logra­dos —el modelo de la utopía neoliberal de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Durante la guerra de 1914-1919, todo lo que se había construido se destruyó en parte. Y cuando ésta acabó, se intentó normalizar, es decir, volver al orden anterior. Pero fue imposible: de­masiadas cosas habían cambiado y no servía el dicho de «cambiarlo todo para que todo siguiera igual». El patrón oro, como instrumento ordenador del sistema financiero internacional, se restableció formal­mente en 1925, a pesar de que Keynes había señalado pocos meses antes que un retorno al oro representaría una medida peligrosa porque colocaría a la Gran Bretaña de la posguerra a merced de las autoridades de la Reserva Federal de Estados Unidos. Este argumento, aunque elocuente, no constituía un problema a corto plazo, porque las condi­ciones económicas y la política norteamericana iban a la par. Sin em­bargo, a principios de 1928, las organizaciones internas estaban adquiriendo ya prioridad sobre las internacionales, puesto que las autoridades observaban, con creciente preocupación, el empuje arrollador de un mercado de Wall Street en alza.
Las consecuencias económicas de la paz —devaluaciones compe­titivas, guerras comerciales, hiperinflación, etc.— fueron quizá peores que las consecuencias económicas de la guerra, y de ahí que 1929 fue­ra un año, según Galbraith, «propiedad de los economistas». Era el prólogo de la Gran Depresión, originada según Peter Temin por un gran shock y un proceso de propagación magnificador. A saber: la pri­mera guerra mundial y la adhesión al patrón oro.
En este contexto, la preocupación creciente por los problemas in­ternos provocó que se intentaran evitar los problemas derivados de los equilibrios externos cerrando las economías al exterior. Especialmente problemático fue el abandono del patrón oro por parte de Inglaterra en 1931, puesto que cualquier sistema sufre una crisis cuando el go­bierno del país «central» abdica de sus obligaciones como detentador de la moneda anda para resolver problemas o conflictos internos.
Y así es como los «felices veinte» no tuvieron un final feliz; desem­bocando en los «horribles treinta», que se caracterizaron por todo lo contrario que sus predecesores: contracción económica, pesimismo generalizado, estancamiento industrial y agrario, desempleo masivo, catástrofes políticas y, como colofón, el inicio de la segunda guerra mundial (1939-1945), que destruyó lo que quedaba en pie de la eco­nomía internacional.
En 1944, cuando todavía no había terminado aquélla, se planteó el interrogante de cómo debía organizarse el Sistema Monetario Internacional (SMI). Para resolver esa cuestión los países «ganadores» —si es que alguien gana una guerra— se reunieron para diseñar la estruc­tura económica mundial, y Gran Bretaña y Estados Unidos llevaron la voz cantante. Naturalmente, los agentes económicos recordaban la época dorada del patrón oro, así como la debacle y la Gran Depresión del período de entreguerras. El resultado de la reunión fue la adopción del sistema de Bretton Woods.
Bretton Woods fue un intento de volver a un patrón oro..., pero sin oro. Los países que entraran a formar parte del sistema fijarían sus reservas internacionales en dólares a una tasa de intercambio fija. Es­tados Unidos, por su parte, lo haría al oro a un precio de 35 dólares la onza. De este modo, el resto de los países quedaba ligado a su vez al oro, aunque de forma indirecta, puesto que era a través de la converti­bilidad al oro del dólar. Por tanto, aparecía de nuevo el ave Fénix del patrón oro. Por esa razón, los ejes del nuevo y ordenado SMI tenían que pivotar sobre la disciplina y la flexibilidad. La disciplina, aporte americano, sobre los temas monetarios para asegurar la estabilidad de los tipos de cambio tan querida bajo el patrón oro, pero sin dejar que esa estabilidad les clavara en la ya famosa «cruz de oro».5 Por esa razón, se demandaba flexibilidad, argumentada por John Maynard Keynes, para no atar la política monetaria nacional a los compases del equilibrio externo ni que la economía interna tuviera que seguir el ritmo de los ciclos internacionales.
El resultado fue un híbrido entre disciplina y flexibilidad que res­pondería al nombre de «sistema de Bretton Woods», basado en unos tipos de cambio fijos, pero ajustables. En la práctica, para ello (la ajus­tabilidad) se requerían dos condiciones: un desequilibrio fundamental (según decía literalmente el Tratado Constitutivo) y la justificación del porcentaje de devaluación frente al Fondo Monetario Internacional (FMI).
En este entorno protegido y relativamente autónomo de la economía nacional, en que los gobiernos ejercían un control sustancial sobre ésta, se llevó a cabo la reconstrucción y se llevaron a cabo grandes progresos sociales: se estableció el Estado de bienestar, se desarrolló el mercado interno y el consumo de masas, con grandes mejoras de los niveles de vida de los trabajadores, y se fortalecieron los sindicatos, que contribuyeron a la gestión de la economía y de las grandes empresas. Todavía en 1970 la economía de los países industrializados era una economía prácticamente cerrada, sobre todo en los países más grandes. Es cierto que unos tenían comercio con otros y hacían inversiones lejos de su territorio, pero la mayor parte de la actividad económica de los países se desarrollaba dentro de los límites del Estado. Los flujos internacionales de mercancías superaban en valor a los flujos de capitales, que sólo se movían de unos países a otros para efectuar pagos y saldar cuentas, y no para obtener ganancias especulativas, como habría de suceder años después. En los años setenta, sin embargo, ya comenzaba a tomar fuerza el proceso llamado de «internacionalización de la producción», por medio del cual se extendió la presencia de las empresas multinacionales, pero todavía era limitado y no había alcan­zado la importancia que habría de alcanzar a final del siglo. En una palabra, las relaciones económicas internacionales eran una parte pe­queña de las actividades económicas de los países.
A principios de los años setenta, las presiones para cambiar el sis­tema eran evidentes. Provenían sobre todo de los grandes centros fi­nancieros, algunos de los cuales operaban fuera de las fronteras y lejos del sistema de regulación de sus países de origen, pero también de las empresas multinacionales, que aspiraban a moverse sin trabas por todo el mundo. Los cambios fueron promovidos por ciertos políticos y eco­nomistas creadores de opinión que, llevados por un prejuicio ideológi­co a favor de los mercados, inventaron argumentos para desmontar las regulaciones del Sistema Monetario Internacional.
Los problemas del sistema de Bretton Woods fueron la confianza, la liquidez y el ajuste. Las políticas macroeconómicas seguidas por Es­tados Unidos no fueron las adecuadas para el país de la moneda reser­va y ayudaron a provocar el hundimiento del sistema a principios del año 1973. Entonces, en el momento que se abandonaron las paridades fijas y se inició una estructura de tipos de cambio flexibles, se produjo un cambio de época: se entró en la etapa del no-sistema, en contrapo­sición al sistema del patrón oro o de Bretton Woods.

Continuará en la parte 3